Le era todo familiar. Se repetía continuamente. Mismo lugar, misma gente, mismo sensación, angustia y acogida, lejanía y familiaridad; se repetían, una y otra vez, dando vueltas a su alrededor. Giraban como una hélice demoniaca, una tortura onírica de su propia inconsciencia. Le absorbía como una gran licuadora, se sentía mareada y apunto de caer. Debía salir de allí, y así lo hizo entrando en uno de los cuartos. Era una habitación de material pobre, pintada de blanco. Las paredes se caían al igual que el alicatado que las cubría. Junto a la pared, una cama de sábanas sucias. Sobre ella, sentado, un chico. La miraba fíjame. “Siéntate”, dijo. Y ella se sentó a su lado. Y ella escuchó lo que tenía que decirle. Y ella quiso besarle, pero tenía que seguir huyendo. Por eso, abrió la ventana de madera y huyó por los tejados, bajo el sol.
Cuando despertó ya no huia, solo
buscaba. Desde entonces sólo sueña que duerme.